José Clemente Sarmiento, un joven de familia distinguida, aunque pobre también, cortejó a la frágil Paula, alta, delgada, de ojos profundos y mirada limpia en su rostro de facciones afiladas. Se casaron en 1802. La novia se había adelantado en construir el hogar donde vivirían. Clemente Sarmiento era un hombre de buenos sentimientos, le faltaba continuidad para el trabajo, pero le sobraban ideales y desinteresado patriotismo. De modo que su cooperación en el hogar fue reducida y esporádica.
Los hijos llegaron numerosos, de los trece crecieron cinco: Francisca Paula, Vicenta Bienvenida, Domingo Faustino, María del Rosario y Procesa del Carmen. La madre se multiplicó para criarlos y hacer frente a la pobreza. Empleó los suficientes recursos de su ciencia doméstica. En ningún momento se sintió derrotada y sus manos nunca dejaron de trabajar.
En 1842, como consecuencia de los avatares de hondos enconos políticos, tuvo que emigrar a Chile para acompañar a su hijo en el exilio, junto con su esposo y tres hijas solteras. Pasaron ocho meses de exilio y doña Paula ansiaba regresar a su querido San Juan. Aunque su hijo debió permanecer fuera de su país, volvió a su amada casa propia para hacer la vida de antes, aunque sin su marido, había muerto en 1848.
La laboriosa señora regresó a los husos, al telar, a las tintas, a las plantas, a las hortalizas...
Envejeció, pero la artesana continuaba firme. Estando Sarmiento en Buenos Aires, le hizo llegar una frazada, tejida con sus manos, con esta leyenda: "Paula Albarracín a su hijo, a la edad de 84 años".
Tres años después le llegó la muerte. La rodeaban las hijas, pero el hijo no pudo estar presente en esa hora porque los disturbios políticos le impidieron llegar a tiempo, era el 21 de noviembre de 1861, tenía 87 años.
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